EXTRA??O CASO EL DE IVAN REYNOL
¿Cuándo prendió en el no demasiado fértil suelo de mis ilusiones, las de Iván Reynolds, eso
de mandar todo a la mierda? ¿Cómo fue?
En verdad, no podría enumerar con precisión todos los acontecimientos que fueron
moldeando ese estado de ánimo. Solo sé que, cuando se hizo consciente, ya era viejo. Lo que sí
persiste con una vividez perturbadora es el recuerdo de las sensaciones. Desde ya, se trataba de un
fastidio moral, pero el malestar físico que se le imbricaba era tan repugnante que todavía hoy puedo
volver a sentir ese vértigo con solo evocarlo: una arcada, un frunce bajo el esternón, una criatura ahí
dentro ?una larva, un alíen, algo del todo ajeno? que engordaba royendo mis tripas. No mucho tampoco, un chiquitín cada día.
Lo necesario para acrecentar su vigor. Y mi declinación. Me afeitaba cada mañana y contemplaba atónito una cara apenas parecida a la de Iván Reynolds. Imposible reconocerme en esa fisonomía estólida de pescado. Imposible hasta el punto de estar convencido de que el espejo era una trampa, una tramoya en cuyo interior un hijo de puta a sueldo se encargaba de imitarme. Mal pago, además, porque reproducía los movimientos de un modo cansino, sin el menor entusiasmo. ¡Idiota! Quería lastimarlo para mostrarle mi odio y mi desprecio. Y también para obligarlo a reaccionar, a cobrar vida propia, a reconocer su impostura y rajarse de una vez por todas, derrotado y humillado. Le pellizcaba los pómulos y tironeaba su piel fláccida, le retorcía las orejas, le clavaba las uñas bajo la cuenca de esos ojos cretinos, le arrancaba los pelos que asomaban por los orificios de la nariz. Nada. El pescado seguía ahí, ejecutando su parodia con la apatía de un operario de línea de montaje.